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12 oct 2010

Vivir atemoriza



Vivir atemoriza

Un título que no sólo te causa estremecimiento sino que te invita a leer... incluso en una ciudad donde más bien atemoriza el morir cada vez que sales a una calle y donde se nos ha vendido la imagen de un dios protector. Vida-muerte, realidad-sueño, pasado-presente, son polos que se entretejen en los instantes del detective protagonista, incluso en el tiempo del narrador.

Si Uslar Pietri se conoce como el renovador del cuento venezolano, y Aquiles Nazoa como el inventor de mariposas, y los adecos como los inventores del vino rosado (dicho por él mismo), podría decir del autor de esta novela, de Sael Ibáñez, algún Domingo Miliani o algún Mariano Picón Salas o él mismo, que es el reinventor de taller literario.


Recuerdo el rostro de una de sus ahora perpetuas integrantes cuando el primer día que empezaba su “taller” en el Trasnocho, llegando unos minutos tarde, entró en el amplio salón de gran mesa donde se descorchaban ya varias botellas de vino y alguien leía un manuscrito. Las arrugas y contracciones involuntarias expresaban, para un lector de lenguaje corporal, ese “¿y en qué fiesta me metí yo?, ¿y se irán a desnudar después?” Mas esgrimió tímidamente: Disculpe, es éste el taller de narrativa. Y un simpático señor, cual rey Arturo llanero con rulitos, de pupilos, baqueanos algunos ─de Baco, mas no de veteranos─ en mesa cuadrada, exclamó: ¡Claro! Adelante.
No he estado en muchos talleres literarios, como para endilgarle ese epíteto a Sael, pero entre los artículos que analizamos precisamente estaba la “biografía de un taller literario” de Luis Britto García y precisamente ─ya llevaba unos meses asistiendo─ el taller se salía de algunos de esos lineamientos. De Sael como escritor ya existen biografías, pero quién lo ha seguido intuye que Sael sabe hacer que su pupilo, si bien no se convierta en un zapatero literario ─la escritura no se enseña, se aprende─, por lo menos se convierta en un artesano capaz de darle a la alpargata de provinciana atrayente el toque de una sandalia de alguna bella amazona. Un taller donde algunos de sus integrantes se empeñan en convertirlo en peña, y Sael con el cincel de su discernimiento, cual Michelángel ante la piedra lisa, como visualizando a ancianos en un geriátrico conduciendo bicicletas con rueditas traseras, para evitar que esto ocurra, permite la transfusión de sangre nueva al grupo, porque a diferencia de los sempiternas congregaciones, su moderador tiene fe en los escribidores nuevos, posibles escritores del futuro… pero basta de hablar de su autor, para eso véase el siguiente enlace.



La narración Vivir atemoriza es una especie de novela metafísica detectivesca, un mezcla del suspenso clásico con descripciones tocadas con la tabla de Conrad, de final abierto al estilo de un Henry James de Camaguán, donde el lector se podría cuestionar, cual en La mano junto al muro, si el detective que vacaciona es el autor del crimen. Me recuerda a la obra de Green, El tercer hombre, donde siempre nos cuestionamos: ¿y dónde está el tercer hombre? Aquí cuarenta años atrás en un peñón, no una peña, se cometió un crimen: la china rubia y su preferido entre siete, Rattia ─quizás una rata como diría algún malandrín resentido del grupo de los siete─ desaparecieron misteriosamente en el pueblo oriental San Luis del Peñón que vive del turismo, pero con recuerdos estigmatizantes. Ahora llega Leroy, un detective de “vacaciones”, que en su mundo novelesco mezclado de recuerdos incestuosos, deseos frustrados por su ingreso forzado a un seminario, nos dan la impresión de que se repetirá la historia. Aún quedan cuatro de los del grupo de siete en aquel pueblo, que se presume cometieron el crimen, pero no hay evidencias, sólo suposiciones empañadas por el paso de los años. Sin embargo, otros se marcharon y la trama del cuento a un lector inteligente le haría preguntar, ante la incertidumbre que permanece, si ésos, aquellos dos sugeridos, que no están, sean el detective que reaparece y el narrador semi omnisciente del relato.
En la novela siempre está, cual huella de una verruga operada, la preocupación mística del protagonista, quizás por haber residido en un seminario o quizás ante el intento vano de castración de amor familiar por entregarse al Dios que no vemos pero que debemos adorar, de intervenir o no por el bien del prójimo. Una simple concha de cambur en una escalera es la bujía que produce la chispa de decisión para abandonar el seminario y posteriormente dedicarse a cualquier otra labor, en este caso un ser que usa el instrumento de destrucción, un arma de fuego, un puñal o cualquier otro, para paradójicamente mantener la vida. Un detective ¿con licencia para matar? que quizás se cuestione: Si dejo la concha no intervengo con el Plan Divino, pero si alguien cae y muere posiblemente vaya al infierno, mejor la quito y le doy más tiempo en este planeta… pero ¿y si va al Cielo?... mejor la dejo y le ahorro más sufrimiento terrenal… ¿Pero entonces cuál es la decisión humana, si todo está escrito?... A la mierda el seminario y todos sus integrantes, incluso que se vayan a la mierda los dioses que inventaron toda esta tramoya

La acción transcurre, la mujer bella que inspira pasiones negadas, cual en el pasado eterno, es asesinada misteriosamente, los cuatro restantes dejan dudas, ¿el cura del pueblo está vinculado? Sí, pudiera ser porque asesina pasiones; no, porque sigue su vocación… y el final ¿qué?
Y como menciona el autor en la obra "cuando se es fiel a algo, bien sea a sí mismo o a la literatura, no importa qué, todo llega por añadidura.


No les adelanto más porque en verdad vale la pena leer esta novela publicada en 1998, que quizá le valió el premio municipal de literatura… y quién conozca a Sael, rematará, sin unos tragos encima y sin halagos políticos, con dos palabras coloquiales que ganan cada vez más adeptos en el mundo literario: El pana.

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